La desesperanza: ¿Una experiencia arquetipal? Ponencia presentada por Sylvia Cova* durante las VI Jornadas de Psiconeuroinmunología

 

El DRAE define la desesperanza como “falta de esperanza”, es un vocablo antiguo por desesperación, o alteración extrema del ánimo.

Se me ha invitado a hablar de la experiencia de la desesperanza desde un punto de vista arquetipal, es decir, como parte del bagaje de patrones heredados de comportamiento que habitan la psique colectiva y que contienen la posibilidad de ser representados mediante imágenes y también de ser actuados. Esta perspectiva tiene inevitablemente como telón de fondo los escritos de Carlos Gustavo Jung y sus aportes a la Psicología Analítica.

Las experiencias arquetipales del hombre son infinitas y de la más variada índole. ¿Por qué escoger en este momento hablar de la desesperanza?  Supongo que ello no debe sorprender a nadie, habida cuenta de que los tiempos que vivimos y nuestro muy particular contexto venezolano nos han obligado a lidiar con ese sentimiento de manera  tal que puede resultar desconcertante, incluso novedoso, pero no ajeno.

En el ámbito de la Psiconeuroinmunología, anfitriona de este Coloquio, la desesperanza se incluye por supuesto en la lista de emociones que aflige y debilita el sistema inmune, y hace al enfermo más fácil presa de su dolencia. Y sin embargo, el llamarla de ese modo: “experiencia arquetipal”, implica que es universal, que todos podemos  pasar por ella, a propósito de pérdidas, desamores, miserias y extravíos de la condición humana. Pero ¿qué ocurre cuando esa experiencia invade a todo un grupo humano? ¿qué puede decirse cuando se apropia de un territorio colectivo?

Voy a servirme de la imagen, vía regia hacia el Arquetipo, y en este caso de tres que ilustran la textura pesada y sombría de la desesperanza.

La primera de ellas la de Job, el personaje bíblico.  La historia de Job tiene el mismo contenido y patrón básicos que el mito original de la caída del hombre. En ambos casos, los protagonistas (Adán y Eva o Job), comienzan en un estado de felicidad y contentamiento.  En ambas historias, ese estado de bienestar es interrumpido por la tentación.  En ambos casos, la tentación expulsa a los personajes de un estado de felicidad y los sumerge en la miseria.

job

Job se encuentra inicialmente en situación de prosperidad y satisfacción.  Dios ha sido bueno con él y él está agradecido.  El mismo Dios se expresa de Job en estos términos: “no existe nadie como él sobre la tierra”.  Al desarrollarse la historia, a Satanás se le concede permiso para tentar a Job incitándolo a maldecir a Dios.  Esta es una tentación de inflación. De la descripción de Job, su familia y sus riquezas, se pasa a la escena de sus hijos muertos, los rebaños y sus pastores asesinados, las riquezas robadas y quemadas, y en último lugar el propio Job padeciendo en su carne la enfermedad y la peste. Job sucumbe a la tentación, y aunque no maldice a Dios directamente, maldice el día en que nació y se atreve a confrontar a Dios  en cuanto a la injusticia de su sufrimiento.  Y pregunta, desde su profunda desesperanza: “¿Por qué a mí, si yo he sido bueno, si todo lo he hecho bien?”

pandora

La otra imagen oportuna es la de Pandora.  Relato tejido en el escenario de la rivalidad entre dioses y hombres en la Grecia Antigua, Hesíodo narra la furia de Zeus, a la vista del fuego lejano robado por Prometeo para dárselo a los hombres.  Por orden suya, el afamado artesano Hefesto forja la imagen de una tímida doncella. La diosa Atenea adornó esa imagen con ceñidor y vestiduras de blancura resplandeciente; hizo que desde la cabeza la cubriera un velo ricamente elaborado, algo maravilloso de ver; coronas trenzadas de flores rodeaban sus sienes, y en su cabeza puso Atenea otra de oro, hecha de su propia mano por Hefesto, en obsequio especial a Zeus. Mentiras, halagos y palabras volubles puso en su pecho Hermes. Toda la obra irradiaba un encanto admirable.  Cuando la bella desgracia, contrapeso del bien, estuvo terminada, Zeus llevó a la doncella al lugar donde dioses y hombres estaban reunidos.  A inmortales y a mortales sobrecogió por igual el estupor cuando vieron el amenazador señuelo contra el cual estarían indefensos los hombres…

Habló Zeus: “¡Prometeo!  te alegras de haberme robado el fuego y de haberme engañado. ¡Esto provocará daños a ti y a los hombres, que todavía no existen! Pues de mí recibirán en pago por el robo del fuego, un mal en el que todos habrán de recrearse, cubriendo con amor su propio dolor.”

El Padre envió hacia Epimeteo, hermano de Prometeo, el regalo de los dioses, y Epimeteo desprevenido, no se acordó de lo que Prometeo le dijera una vez, que nunca aceptara regalo alguno de Zeus, sino que lo devolviera enseguida, a fin de que no sobreviniera por ello desgracia para los mortales.  Aceptó el regalo y sólo después se dio cuenta del mal. Hasta entonces la humanidad había vivido sin desgracias sobre la tierra, sin problemas ni enfermedades como las que acarrean la muerte a los hombres.  La mujer, quitó la tapa al gran jarro que portaba, con lo que dichos males se diseminaron por todas partes, para amarga pesadumbre de los humanos.  Sólo quedó en la vasija Elpis, la Esperanza,  el último de los males, apresada en irrompible cautiverio sin poder volar afuera.  Todo el resto del amargo enjambre, innumerable y pesaroso deambula por doquier entre los humanos.  Con esos males, es decir, con las enfermedades, entró también en el mundo de los hombres la muerte.  Y de ese modo se completó la separación entre los hombres y los inmortales dioses. La figura femenina, ancestro de todas las mujeres mortales fue llamada Pandora, nombre cuya interpretación correcta es la “ricamente dotada”, “la que da todo”, apelativo también de la Tierra misma, de la que fue hecha la primera mujer.

La tercera imagen es compleja y multiforme.  Se condensa magistralmente en cuanto a sus implicaciones intelectuales en el inagotable estudio de tres eruditos de la historiografía de las artes visuales occidentales: Raymond Klibansky,  Erwin Panofsky y Fritz Saxl:  y se refiere a  la Melancolía y al dios asociado a ella: Saturno.

melancolia

La Melancolía se define inicialmente como un humor, uno de los 4 diferenciados ya para el año 400 y de larga tradición en la medicina griega: la sangre, vinculada al aire, a la primavera, a lo cálido-húmedo, a la infancia y al temperamento sanguíneo; la bilis amarilla, asociada al fuego, al verano, a lo cálido-seco, a la adolescencia y al temperamento colérico;  la flema, asociada al elemento agua, al invierno, a lo frío-húmedo, a la vejez y al temperamento flemático; y la bilis negra, asociada al elemento tierra, al otoño, a lo frío-seco, a la madurez y al temperamento melancólico.

Nos quedaremos hoy con lo melancólico, inmortalizado en el famoso grabado de Alberto Durero,  pintor del Renacimiento, Melancolia I. Elaborado junto con las Estampas Maestras de Durero, entre 1513 y 1514, la misteriosa alegoría contiene figuras geométricas, un niño, un perro, una campana, una balanza, entre otros muchos símbolos, acompañando la estampa de una figura angelical de talante taciturno, puño cerrado y rostro negro.

Lo único que dice el propio Durero del contenido de su grabado se refiere a la escarcela o mochila y las llaves que penden del cinturón de Melancolía: la llave denota poder, la escarcela, riquezas.  Revela dos notas tradicionales que para Durero y para los hombres de su tiempo eran típicos del hombre melancólico.

Con la referencia a estas tres imágenes, pretendamos comprender de qué modo y por qué, un sector importante del colectivo venezolano se encuentra hoy habitado de modo inédito y desconcertante también, por la desesperanza.

El desconcierto nos hermana a la figura de Job, quien no puede entender por qué Dios se ensaña con él.” ¿Qué hemos hecho para merecer lo que nos ocurre?”, oigo con frecuencia en la consulta terapéutica, o bien, más dramáticamente formulado:” ¿Por qué se amparó de nosotros el Mal?”

En el castigo representado por Pandora, tenemos como contraparte al héroe titánico Prometeo, quien ha robado el fuego a los dioses, para entregárselo a los hombres y con ello los ha hecho capaces de crear, de progresar, ha permitido la industriosidad,  en una palabra, la evolución. Pero la transgresión, que incluye consciencia de los límites, por razones arquetipales, merece una sanción, que se encarna seductoramente en Pandora y su caja maléfica, en el fondo de la cual queda la esperanza….como un último recurso. Pero quien espera….desespera, y quizás por eso estemos nosotros ya en fase de desesperanza….

La alusión al héroe es muy pertinente.  Nosotros heredamos de España el ideal antropológico del siglo XVIII que conjuga: “la espada y la pluma”.  El hombre heroico ha sido una aspiración  de la psique colectiva latinoamericana; al héroe solíamos verlo en los conquistadores, en los científicos, en  los médicos, pero sobre todo en los hombres públicos. Me pregunto si el agotamiento de los héroes y de su mítica necesidad, nos está haciendo conocer el reverso sombrío del arquetipo heroico, que es precisamente el melancólico.  En las antípodas de lo luminoso, nos ha invadido la sombra del héroe.  La melancolía es en cierta medida, la enfermedad del héroe.

El héroe se enferma cuando no puede admitir y elaborar su consciencia de fracaso.

A través de los estudios mencionados de Panovsky, Klibansky y Saxl, se establece que la Melancolía guarda una relación con Saturno, el Cronos devorador de los griegos, quien castra a su padre Urano por engendrar monstruos, para luego engullir a sus propios hijos por miedo a ser aniquilado.

mujer pidras

El cuadro melancólico se caracteriza por:

-un descenso de la cantidad de energía disponible para la consciencia

-una vida de relación reducida

-procesos y actividades mentales más lentos

-inhibiciones y variaciones del humor

-consciencia subjetiva de pena o sufrimiento unidos a un sentimiento de impotencia

-el resorte con el instinto no funciona

 

Me temo que un sector de nuestra sociedad está encarnando en mayor o menor medida todas las anteriores….

En otro tiempo habría sido impensable caracterizar ideosincrásicamente lo venezolano como propenso a la melancolía, a la actitud plomiza, a la lentitud saturnina. Todas las descripciones del talante de nuestro gentilicio se referían siempre a la extroversión, la liviandad, el optimismo, la guasa inagotable. De un tiempo a esta parte, sin embargo, pareciera que hay un grupo significativo de venezolanos que ríe menos, anda más taciturno, se inclina por el pesimismo, se ha vuelto introvertido.

El dios  Saturno, en su senectud, se vuelve sabio, dador de orden, e incluye arquetipalmente el componente imaginal de una “Edad de Oro”, de una “humanidad dorada”.  Es la sensación inequívoca de que tuvimos una vez una plenitud que perdimos.  El melancólico sueña con ella, se agarra de la utopía, y el sospecharla inaccesible, lo deprime aún más.

Ahora bien, este cuadro, desesperanzador como el que más, podría tener un sentido.  Si comprendemos que estamos viviendo como colectividad un momento psíquico,  que acaso sea compensatorio de una larga fase anterior en la que fuimos presas de otro arquetipo clave: el “Puer aeternus”, el eterno niño, gran creativo pero poco capaz de coagular sus propósitos en el largo plazo. Si caemos en la cuenta de que el honrar en exceso la aspiración heroica, nos trajo la sombra de esa luz cegadora, si asumimos esta etapa como correspondiente alquímicamente a una “Incubatio”, que debe contener necesariamente mortificación, si le abrimos la puerta a Saturno, como portador de la madurez pensada sobretodo en términos sociales y políticos, que es naturalmente el producto de seres humanos maduros, la desesperanza podría darnos un espacio reflexivo equilibrante para tanto delirio triunfalista, así como para tanta retórica heroica vacua.

Durante décadas, los venezolanos vivimos en la matriz de una esperanza tácita, y si recurrimos a su definición, es descrita como el estado del ánimo en el que se nos presenta como posible lo que deseamos, es además una Virtud Teologal por la cual esperamos en Dios con firmeza que nos dará los bienes que nos ha prometido; una tercera acepción habla de lisonjearse con poco fundamento, de conseguir lo que se desea o pretende. Esperar, equivale a poner fuera de nosotros la expectativa de lo que nos será dado, e implica sin duda, una cierta pasividad.  No puedo dejar de asociar este vivir pasivamente en la esperanza, preñados de optimismo pueril, con un asunto de no poca monta, que tan solo mencionaré.  Nuestro modelo económico rentista, de país. Rentismo que me recuerda a propósito del grabado de Durero, que el melancólico es sin embargo, con frecuencia, rico. El rentismo no es otra cosa que esperar que me llegue lo que asumo me corresponde, pero que no está ligado a algo que yo haya producido…..Pareciera que desde un cierto punto de vista, la esperanza se funda en  la creencia natural de que recibiré espontáneamente aquello de lo que tengo necesidad, aunque no sepa generarlo …

La disociación, la desconexión entre este hábito de esperar lo que en apariencia mana misteriosa e inagotablemente de una fuente ignota o conocida, y nuestra propia capacidad productiva,  lleva indefectiblemente a una banalización de la vida, que ya no se percibe entre otras muchas cosas, como espacio para el trabajo, y sobre todo como ámbito para el desarrollo de la consciencia.

Usando una analogía oportuna, si la Psiconeuroinmunología intenta sacar al paciente de la actitud sombría que lo lleva a preguntarse como Job “¿por qué a mí?”, mirar la esperanza  según la historia de Pandora  como “el último de los males”, pudiera darnos la preciosa ocasión de apropiarnos creativamente de nuestro sistema colectivo de defensa emocional, abandonando toda expectativa de ser  protegidos exclusivamente desde afuera.  Ello incluye dejar de esperar la epifanía del Héroe mítico que nos salvará, puesto que ya hemos visto cuán nocivo ha sido para la psique colectiva venezolana el sempiterno mesianismo esperanzador.

¿Por qué la alusión a Saturno? Divinidad asociada a la madurez, la sensatez, al orden, y  a la estructura, todos elementos ausentes en gran medida del panorama patrio, que los invoca sin embargo mediante experiencias de conflictividad, soledad, escasez, desabastecimiento y deterioro.  Acaso este tiempo saturnino que nos ha tocado vivir esté cumpliendo la necesaria función de templarnos, incluso en la desesperanza.  Y no aliento con ello una actitud derrotista ni pusilánime, sino sugiero que esta psique nuestra habitualmente cómoda e indulgente, pudiera haber convocado compensatoriamente estos tiempos desesperanzados, para vivir la necesaria experiencia de la carencia y la consecuente invitación a crear una manera alterna de concebirnos, otros ojos para leernos.

Saber estar en la desesperanza también es algo que requiere cierta fragua psicológica.  Los que hacemos Psicoterapia buscamos que el paciente hable de su depresión, de su pérdida de referencias, de su desesperanza.  Por supuesto que siempre está ahí el atajo de los ansiolíticos y de los antidepresivos, pero si no exploro su melancolía, si no la escucho, nunca sabré por qué lo ha invadido.

En psicoterapia también hablamos de la depresión necesaria, del descenso del nivel de consciencia, para permitir que el inconsciente hable y nos cuente de sus insatisfacciones.

Si volvemos a la pregunta por el sentir del colectivo, los interrogantes pertinentes serían: “¿Éramos felices y no lo sabíamos?”, “¨¿Venezuela era buena y nos la echaron a perder?”, “¿La excesiva inconsciencia atrajo la enfermedad?”, “¿Estuvo siempre esta sombra entre nosotros, y sólo ahora ha emergido para vengarse?”.”¿ Es verdad que toda desesperanza no es más que un dolor que ha reprimido su ira?”

La desesperanza como experiencia arquetipal tiene su tiempo, tiene su hora, cumple una función.  Vemos que compensa la vivencia pueril de su opuesto, la esperanza. Y en Psicología Profunda, de la tensión de opuestos surge la llamada Función Trascendente, que nos permite crear un tercer elemento: inédito, cuya simbólica alberga contenidos de los dos anteriores, transformados en algo nuevo.

Aunque la neblina de la desesperanza  nos envuelva  y  nos  haga por momentos deambular tristes como víctimas de una tragedia tropical, esa misma desesperanza puede ejercer una función equilibrante de los excesos históricos acumulados. Puede ayudarnos a transitar hacia un terreno psíquico más estable, maduro, por supuesto, con el concurso inevitable de aspectos que nos han sido ajenos: la lentitud y la pesadez,  que procuran  sin embargo una mejor ambientación a la reflexión, a la paciencia, a la gestación de lo nuevo.

Los desesperanzados pueden ser heraldos también, que nos anuncian a todos lo que hemos perdido, y cuyo recuerdo es importante, no para la inútil lamentación, no para la queja, sino para precisar lo que no debemos repetir de lo que fuimos.  En el desesperanzado también crepita una llama invisible, aunque fría, que, como toda llama, se mueve, y en el movimiento hay una promesa de vida nueva, de la que el desesperanzado debe hacerse merecedor. Hasta de la desesperanza hay que responsabilizarse, porque puede causar ingentes estragos. Comprenderla entonces como una etapa en el camino tortuoso hacia la comprensión de lo que somos, ayuda a saber estar en ella -paradójicamente- sin perder la esperanza.

 

*  Sylvia Cova es Licenciada en Filosofía. Universidad de Friburgo, Suiza.Consultora y Docente en Astrología desde hace 25 años.Psicoterapeuta en ejercicio egresada de la Escuela Venezolana de Psicología Profunda, certificada por la Asociación Venezolana de Psicoterapia.Docente del Centro de Estudios Junguianos de Caracas.Miembro activo del Instituto Venezolano de Psicología Analítica de Caracas.

 

 

 

 

 

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